La
existencia humana se bate en su devenir histórico, lo que nos pertenece es la
movilidad, el despliegue y agite temporal en que la vivencia se hace en y con
la espacialidad, carne, cuerpo, sentido y comprensión. El cuerpo a cada
instante se reformula, cambia, transmuta, se transpone, transforma. O en el
mejor del sentido “se renueva” y como estamos en su ahí, entonces “nos
renovamos en y con el instante”.
Desde
nuestro nacimiento, experimentamos lo que es la renovación de mundo, o en
términos de Heidegger, la renovación del fenómeno de la muerte en el estado
angustioso de padecerle. La muerte al nacer se puede comprender como el cambio
brusco, necesario y trascendental para el hombre. Para Rovati(2011) en cuanto
al llanto en el nacimiento, “lo más probable es
que se deba al estrés que sufre el bebé al nacer. Al gran cambio que
experimenta al pasar de un ambiente seguro, tenue y cálido como es el útero
materno a otro desconocido, con una temperatura bastante inferior, y en el que
muchas veces es separado de la madre”.
Ahora,
puede pensarse que toda renovación va acompañada del tinte trágico, angustioso
y agresivo, triste? ¿Cada renovación debe estar de la mano de la agresividad,
del sin control? Parece una tendencia propia de lo humano, sin embargo hay
imágenes simbólicas que nos señalan lo contrario, y el presente escrito es una
invitación para intentar comprender que toda renovación de mundo, no
necesariamente comienza con la agresividad y la tristeza. Estos elementos
están en juego, están en la disposición afectiva de poder ser, pero en el mismo
juego dialectico de lo humano, está la otra posibilidad galardona de su
opuesto. La felicidad y la tranquilidad alegre por el inicio de lo nuevo.
La
imagen que nos cobija para comprender de lo que se afirma es la parábola del
hijo prodigo;
“ También dijo: Un hombre tenía
dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de
los bienes que me corresponde; y les repartió los bienes. No muchos días
después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada;
y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente. Y cuando todo lo
hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a
faltarle. Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el
cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su
vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba. Y
volviendo en sí, dijo: !!Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen
abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre Me levantaré e iré a mi padre, y
le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser
llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, vino a su
padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia,
y corrió, y se echó sobre su cuello, y le beso
Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo. Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse. Y su hijo mayor estaba en el campo; y cuando vino, y llegó cerca de la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Él le dijo: Tu hermano ha venido; y tu padre ha hecho matar el becerro gordo, por haberle recibido bueno y sano. Entonces se enojó, y no quería entrar. Salió por tanto su padre, y le rogaba que entras, Mas él, respondiendo, dijo al padre: He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos. Pero cuando vino este tu hijo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo. Él entonces le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas. Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado”[1]
Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo. Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse. Y su hijo mayor estaba en el campo; y cuando vino, y llegó cerca de la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Él le dijo: Tu hermano ha venido; y tu padre ha hecho matar el becerro gordo, por haberle recibido bueno y sano. Entonces se enojó, y no quería entrar. Salió por tanto su padre, y le rogaba que entras, Mas él, respondiendo, dijo al padre: He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos. Pero cuando vino este tu hijo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo. Él entonces le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas. Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado”[1]
Perder
y hallar, son los términos del versículo de Lucas, para señalar el cambio, la renovación
de mundo y nuestro horizonte vivencial reconfigurado. La renovación de
mundo es la reinterpretación de nuestra temporalidad, espacialidad y
afectividad más propia. Comporta a cada cual, es el movimiento que
nuestra vida reclama, nuestra vivencias acompaña, pero solo nuestro espíritu
elige, decide. Se trata entonces de elegir y asumir la responsabilidad de
acoger nuestra nueva apertura.
No
se trata de inflar el globo, y soplar como el lobo de los tres cerditos, hasta
derribar la choza del cerdo más débil, tratar de pensar que cuando el globo
explote, se va todo lo malo que pensamos cuando dejamos nuestra repulsión a lo
malo, a lo trágico, triste y melancólico. En cada renovación de nuestra
vida, siempre irá de la mano, los elementos que causaron nuestro cambio, son
ellos el motor, o la causa que movió a nuestra transformación.
Hay
cambios tenues, y trascendentales. Cambia una oruga y se transforma en
mariposa, pero como lo hace ver Nietzsche, el camello, deja de ser el animal de
carga, dócil y servil, para exigir lo que le pertenece en la figura del león, y
solo el niño es capaz de comprender porque le pertenece y para que, crea y
recrea su lugar y tiempo para afirmarse y renovarse. Aun en la negatividad.
La
transformación trascendental, es un fenómeno espiritual que solo tiene
explicación en la vivencia, la afección y comprensión temporal del evento. Un
evento compuesto con lo humano, con nuestra posibilidad de elegir y asumir la
responsabilidad de lo que el acto cobija. Nos renovamos, somos renovación
continua, pero no es un a priori que los cambios traigan la carga de
negatividad afectiva para el nuevo inicio. Si es una condición necesaria que el
juego entre el nuevo comienzo tenga la posibilidad de afirmarse o negarse bajo
la elección y responsabilidad para asumir el nuevo comienzo, con el
temple de ánimo que sostenga nuestra plenitud en el cambio. Gozarlo, saber que
está ahí, es nuestro, cercano, y está renovándose.
Las
renovaciones son re-encuentros con lo nuevo, es la reelaboración de nuestra
psique sobre la elección, sobre la decisión asumida. Renovarse tiene varias
menciones. Una de ella es que definitivamente al renovamos en el campo
espiritual, en el sentido de comprender una forma de ser o comportarnos, de
asumir ciertas situaciones cotidianas y existenciales de nuestra vida, también
es cierto que no es solo una postura de orden teorético, o mental. El verdadero
cambio requiere no solo pensar en la transformación, desearle, cuestionarle, exigirle,
en verdad es preciso después de pensarle vivirle. Vivir la decisión comporta
asumir nuestra unidad de vida, es decir en nuestro ser espiritual y su
pensamiento y nuestro cuerpo de afecciones. Por tanto, renovar mí día a día,
comporta afectarnos de nuevo, volver a ver de otro modo, alimentarnos de otro
modo, volver a sentir de otro modo, escuchar, afectarnos de otro modo. Una
transformación trascendental, es utópicamente concebible desde un punto de
vista epistemológico, antropológico y hasta psicológico. Sin embargo,
fenoménicamente hablando, es una brecha a volver a nosotros mismos. Es un
encuentro con lo que nos constituye desde nuestros orígenes. A saber el cambio
intrínseco que nos hace humanos. Volver a nosotros mismos, a nuestro regazo de
lo humano, a nuestra condición de posibilidad y reencuentro con nuestra voz,
con la voz que nos guía por las sendas de cercanía a la vida, es una senda más.
Pero también un camino a comprender la vida que es el ámbito posible de la
libertad. La liberación de las ataduras inconmezurables, antagónicas o no, es
el propósito de una libre transformación, en ese acto tan humano, debe posar la
libertad, no se hará entonces, por preceptos morales, o cánones sociales de
aceptación o rechazo, ni menos por afectos pasionales pasajeros, el acto
transformador viene desde nuestra más libre elección.
Para
transformarnos, es preciso conocernos, es ante todo poder plantearnos la
pregunta ¿quiénes somos? Una respuesta que desborde lo cotidiano es muy
ambiciosa, sobre todo porque el velo histórico que cubre toda respuesta es
ineludible. Somos una historia medio contada o medio vivida por algunos, por
nuestros ancestros rememorados en la memoria colectiva de un territorio o
varios. Ahí cabemos como seres que somos ente la pregunta por el quien, sin
embargo es claro que no somos solo esto. Entonces ¿qué más somos? Cabe decir
que puedo ser, un ser que siente y se afecta, que piensa y se hace preguntas,
resuelve dudas y siempre va tras las sendas de libertad y felicidad. Si eso es
lo que somos, entonces vale preguntarnos qué es lo que nos hace prisioneros,
cohibidos a nuestras elecciones ¿en dónde la libertad deja de ser lo que es? O
es que principalmente aun no nos hemos planteado lo que en verdad significa ser
libre, o sabemos solo el reflejo común que lo expresa, lo anuncia, pero aún no
lo hemos acogido vivencialmente. Esta es nuestra primera premisa. No podemos
buscar lo que no se nos ha perdido. Como buscar lo que nunca hemos pensado
tener, y menos haber perdido. No sabemos que es nuestro y tampoco para que nos
puede servir. Si concedemos la afirmación de Platón, diríase que somos unos
prisioneros infelices, en donde el sentido común, desborda tal afirmación, para
dejar en el acontecer dóxico, principalmente lo contrario. A saber, dignos
seres responsables y conscientes de su poder ser o libres, y felices de
alcanzar sus metas y proyectos de plenitud.
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